Desde que las primeras semillas de la vida surgieron hace unos 3.700 millones de años, diferentes organismos se han extendido hasta los lugares más insospechados de la Tierra, llegando a aguas termales, la profundidad de los océanos y los desiertos más áridos, todo porque la evolución ha resuelto una serie de problemas químicos. Las herramientas químicas de la vida, las proteínas, han sido optimizadas, modificadas y renovadas constantemente, creando la increíble diversidad que conocemos ahora. Los tres premiados con el Nobel de Química de 2018 han logrado poner las riendas a esa fuerza de la naturaleza «en beneficio de la humanidad».
La estadounidense Frances H. Arnold, su compatriota George P. Smith y el británico Sir Gregory P. Winter son los «padres» de la llamada «evolución dirigida», la creación de proteínas en laboratorio con los mismos principios, el cambio genético y la selección, que utiliza la evolución natural. Con su trabajo, recuerda la Real Academia de las Ciencias de Suecia, se ha conseguido promover una industria química más ecológica, producir nuevos materiales, fabricar biocombustibles sostenibles, mitigar enfermedades como el cáncer metastásico y salvar vidas.
La mitad del premio se lo ha llevado Frances H. Arnold, del Instituto Tecnológico de California en Pasadena (EE.UU.), la primera mujer en ganarlo desde hace nueve años. En 1993, condujo la primera evolución dirigida de enzimas, proteínas que catalizan reacciones químicas. Desde entonces, ha refinado sus métodos, que ahora se utilizan habitualmente para desarrollar nuevos catalizadores. Los usos de estas enzimas incluyen la fabricación de sustancias químicas más respetuosas con el medio ambiente, como productos farmacéuticos, y la producción de combustibles renovables para un transporte más ecológico.
Terapia de fagos
La otra mitad del Nobel la comparten Smith, de la Universidad de Misuri en Columbia (EE.UU) y Winter, del Laboratorio de Biología Molecular en Cambridge (Reino Unido). En 1985, Smith desarrolló un elegante método conocido como terapia de fagos, por el que un bacteriófago -un virus que infecta las bacterias- se puede utilizar para desarrollar nuevas proteínas. En este caso, es el virus el que cura.
Por su parte, Winter usó la misma fórmula para impulsar una evolución dirigida de anticuerpos, con el objetivo de producir nuevos productos farmacéuticos. El primero basado en este método, el adalimumab, fue aprobado en 2002 y se utiliza para la artritis reumatoide, la psoriasis y enfermedades inflamatorias intestinales. Desde entonces, la terapia de fagos ha producido anticuerpos que pueden neutralizar toxinas, contrarrestar enfermedades autoinmunes y luchar contra el cáncer metastásico.
Como explican desde la academia sueca, «estamos en los primeros días de la revolución de la evolución dirigida que, de muchas maneras diferentes, está trayendo y traerá el mayor beneficio para la humanidad».
El pasado año, el Nobel de Química fue para Jaques Dubochet, Joachim Frank y Richard Henderson por la creación de la microscopía crioelectrónica (cryo-EM), una tecnología revolucionaria que permite observar las biomoléculas como nunca antes se había hecho, lo cual es decisivo tanto para la comprensión básica de la química de la vida como para el desarrollo de productos farmacéuticos.
La Real Academia Sueca otorgó ayer martes el Nobel de Física a los estadounidenses Arthur Ashkin y Gérard Mourou y la canadiense Donna Strickland por sus contribuciones en el desarrollo de unas herramientas de precisión hechas de luz. Ashkin inventó las pinzas ópticas para agarrar partículas, átomos, virus y otras células vivas y Mourou y Strickland desarrollaron un método para generar pulsos de láser increíblemente cortos e intensos, lo que ha permitido, entre otras cosas, las modernas operaciones con láser de miopía.
El lunes, la semana de los Nobel se inauguraba con el de Medicina, que recayó en el biólogo estadounidense James P. Allison y en el médico japonés Tasuko Honjo por sus trabajos en la inmunoterapia como estrategia contra el cáncer.
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